Las primeras #Navidades de #Trump 2.0 no van a resultar tan placenteras como uno podía imaginar: el trumpismo de segunda ola, en cuanto ha ganado la total hegemonía política, ha empezado a descomponerse de manera insólita e innecesaria. Algunos pueden pensar que no se trata de división, sino de algún tipo de crecimiento arborescente, en el que cada rama va ganando su espacio y su vigor, pero la verdad es que los puñales vuelan en todas direcciones.
Los focos son varios. Para empezar, el caso Epstein se ha convertido en una vía de agua permanente, desde que Trump y su Fiscal General, Pam #Biondi, intentaron dar carpetazo al tema en verano, forzando una estrafalaria comparecencia del director del FBI, Kash Patel y su adjunto Dan Bongino, en la que explicaron que #Epstein realmente se suicidó en su celda. Nadie, a estas alturas, tiene claro todo el embrollo que rodea el caso, pero una verdad eterna e inmutable sobresale por encima del ruido: Epstein no se suicidó. O bien fue “suicidado” por sus antiguos compañeros o bien está en alguna de sus islas, bajo nueva identidad, brindando con un daiquiri por todos los moralistas de la nueva derecha americana.
El vuelco vino cuando el partido demócrata, sabiendo que en los archivos del FBI aparecía una y otra vez el nombre de Trump, exigió en el Congreso la total publicación de los documentos. Desde entonces no han dejado de aflorar nuevas fotos, nuevos videos, nuevos dossiers: fotos con Richard Branson, Noam Chomsky o Woody Allen, libros dedicados por Trump de su puño y letra al magnate pedófilo, emails comprometedores en que el propio Epstein alertaba sobre Trump. La torpeza política de los republicanos ha sido colosal y han dejado una de sus cartas ganadoras en manos de sus rivales, a las puertas de los comicios de mitad de legislatura, en los que se pueden cumplir todos los presagios anunciados por la victoria de Mamdani en Nueva York.
Luego al rey Trump se le han enredado, como dos serpientes venenosas, la división creada en la alt right por la guerra de Gaza y las llamativas lagunas en la investigación sobre la muerte de Charlie Kirk en septiembre. Ahora mismo, el mundo mediático MAGA está completamente divido en dos frentes, enfrentados a cara de perro. Por un lado, el sector anti Israel que Candace Owens ha convertido en un foco de teorías extrañas sobre el asesinato de Kirk: la legión francesa, aviones egipcios, balas mágicas, silencios llamativos en la estructura de TPUSA (la organización de Kirk) y la forma en que la viuda, Erika Kirk, ha tomado las riendas del imperio político de su marido. El antisemitismo de Owens es antiguo y feroz y ha venido a juntarse con el supremacismo blanco de Nick Fuentes, el catolicismo post gay de Milo Yiannopoulos y la deriva psico visionaria de Tucker Carlson, que se pasa el día hablando de haber sufrido ataques del demonio y repitiendo un argumentario que coincide en todo con las posiciones del régimen Iraní: llegó a alabar la Sharia, diciendo que en Qatar puedes dejar el Lamborghini con las llaves puestas y nadie te lo roba. La figura que estaba llamada a ejercer un papel mediador era Megyn Kelly, que logró esta semana urdir un encuentro discreto entre Erika Kirk y Candace Owens, pero la cosa se descontroló y la propia Owens apareció al día siguiente diciendo que por precaución había llevad osu propia botella de agua por miedo a ser envenenada.
Del otro lado están los activistas MAGA de linaje judío, como Ben Shapiro o Bari Weiss, los católicos tradicionalistas anti Islam, como Matt Walsh o Michael Knowles y la inmensa base de evangélicos pro Israel, como Tim Pool. Ahora mismo están todos ocupados en maldecirse unos a otros a cuenta de la influencia del Mossad, el racismo de los groypers o el sionismo de Ted Cruz. Por encima de todos ellos, el eterno Alex Jones se dedica al tema OVNI y reniega de todo el mundo.
¿Cómo ha podido suceder todo esto? ¿Cómo una victoria rotunda en noviembre de 2024 ha degenerado en este sálvese quien pueda un año después? La política comunicativa de Trump, en el fondo, depende de manera principalísima de los impredecibles vaivenes del humor presidencial: Trumpo nunca ha destacado por su coherencia, sino por su estridencia. Viene del mundo de la televisión chabacana y sabe que una sorpresa ruidosa vale más que cien argumentos bien hilados, pero aburridos. Esta misma semana, el cineasta Rob Reiner y su mujer fueron asesinados de manera sórdida en su domicilio californiano, y Trump no tuvo mejor ocurrencia que publicar un post insultando al pobre hombre de la manera más vil y grotesca. Por algún motivo, ahora parece estar ocupado en invadir Venezuela y todo lo demás lo percibe como un ruido de fondo, pero lo cierto es que su base electoral se está agrietando.
Ha controlado la inmigración, ha frenado la inflación, ha puesto fin a la legislación woke y tiene al SP500 y el Dow Jones en máximos históricos – pero su gente está empleando las plataformas mediáticas que le llevaron de vuelta a la Casa Blanca para despellejarse unos a otros a cuenta de asuntos que no deberían tener mayor relevancia. A día de hoy, todo tiene el aspecto de una progresiva desconexión: la corte de Mar-a-Lago se aleja de la constelación de podcasters e influencers que constituyó el sistema arterial del éxito de MAGA. No hay unidad de acción política ni de relato, ni un mínimo soporte intelectual compartido.
No hay más que asomarse a la otra orilla política y comprobar que hay un izquierdismo que se creía derrotado y ahora se encuentra con que puede recuperar la iniciativa no basándose ya en el credo woke (completamente amortizado) sino limitándose a esperar a que los líderes de la nueva derecha se maten entre ellos. El único que ha conseguido surfear toda esta confusión con una cierta distancia y prudencia ha sido J.D. Vance, seguramente confiado en que su tiempo aún está por llegar. Mientras tanto, las guerras del planeta, los aranceles del comercio mundial y el equilibrio geopolítico parecen estar jugándose en una ruleta de la Trump Tower, como si fueran fichas de casino. ¿Hay realmente alguien al mando?
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